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EL PALOMAR

La Muerte de Venecia

Pido disculpas a Thomas Mann, que estará en el cielo, por utilizar el título de su novela, levemente modificado, pero no he encontrado mejor forma de expresar la situación terminal, salvo milagro, que aflige a la serenísima. Tuve ocasión de visitar Venecia recientemente y nadie puede negar la actual belleza de la ciudad. Si se tratara de un collar de piedras preciosas diríamos que sus tres diamantes principales son por este orden el silencio, la presencia del agua y la belleza arquitectónica y artística que lo envuelve todo. Sin embargo este no era un collar de tres diamantes, sino de cuatro. Tristemente, inconcebiblemente, indignamente una de las piedras preciosas ya ha caido, como una pieza dental de una encía reconcomida y podrida, dejando visible un hueco chirriante, incómodo, ofensivo. Es la vida lo que falta.

La quietud es una característica mágica de Venecia. La ausencia de vehículos permite por ejemplo escuchar la interpretación de una pieza de acordeón en cualquiera de las plazas con una limpieza de sonido difícilmente presente en otras ciudades del mundo, muy bellas si, pero más ruidosas. Escuchar la melodía de un violín únicamente perturbada por el murmullo callado de las conversaciones de los viandantes, o por el piar de los pájaros, o incluso por el doblar de las campanas de cualquiera de las muchas iglesias presentes en la ciudad, escuchar todo esto de esta manera no tiene parangón. El problema es que cada vez es menos posible. Crece el número de barcos a motor que quiebran la harmonia de sonidos venecianos, sustituyendo a los coches en su odioso papel de plagas urbanas.

El agua otorga a la serenísima, ya no República, sino ciudad, un estatus de originalidad al alcance de poquísimas ciudades en el mundo. Pero es la sensación de convivencia con el agua, de extrema cercania al medio acuático que no es el natural del hombre, y no la originalidad estética lo que sobrecoge al visitante y al lugareño. El agua, que ha estado ahí desde tiempo inmemorial, mucho antes de que Shakespeare narrase las peripecias del mercader, se está convirtiendo en los últimos años en un enemigo implacable de la ciudad. El agua y la ciudad hermanados tradicionalmente se ven sumidos en un desencuentro. Y no es por causa de ninguna de las dos, sino del hombre, no del ciudadano veneciano, sino del hombre. El mismo que permite que la creciente flota de barcos de motor zarandee las aguas de los canales y las convierta en un azote perenne que golpea las veinticuatro horas del día los cimientos de la ciudad, las paredes de los canales y las fachadas carcomidas de los edificios.

La belleza arquitectónica es indiscutible en Venecia. La densidad de iglesias por metro cuadrado es difícilmente igualable, pero tambien sus palacios, sus viviendas sus puentes sobre los canales y por supuesto el conjunto formado por la Plaza de San Marcos, la basílica, el campanile, el palacio ducal y la torre del reloj. La belleza en fin de las construcciones, de las plazas, ausentes una vez más los coches, de los pavimentos y de las callejas solitarias, es descomunal. Y por supuesto la ciudad alberga una extensisima colección de pinturas que convierten a Venecia en una inmensa y maravillosa pinacoteca. Pero cada vez crece en importancia el contrapunto que supone la proliferacion de tiendas de baratijas, de souvenirs, de productos destinados al turista pero no producidos localmente sino importados de Asia. Junto a cualquier iglesia podemos encontrar una tienda de máscaras de plástico y botellitas de cristal, no de Murano sino de Shangai.

Tres diamantes en proceso de desprendimiento. Pero uno ya ha caido. La vida de la ciudad, las tiendas de frutas, los mercados de pescados y otros alimentos, los barcos y las góndolas de remo, el agua tranquila. Las ventanas verdes abiertas. ¿donde están los venecianos? El tsunami de turistas es indiscutible y es comprensible. Pero el límite de la explotación turística en el siglo XXI debe ser la sostenibilidad. Y existen ciudades, Venecia es quizá el más claro ejemplo, en extremo peligro de extinción, cuya explotación es de todo menos sostenible.

Lo primero que debe tener una ciudad turística sostenible, y no soy experto en la materia, es una actividad intrínseca desligada del propio turismo. Para ello es necesario mantener una masa de ciudadanos suficiente para mantener esta actividad económica no turística. En definitiva, debe haber tenderos para lo cual es necesario que haya vecinos que compren alimentos y no unicamente turistas que coman o cenen en restaurantes. Lo mismo con muchos otros oficios y servicios, que necesitan clientes, una demanda que los turistas no proporcionan. Si el precio de la vivienda sigue creciendo, las futuras generaciones huirán a Mestre, Padua o Verona, pero no podrán permanecer entre canales. La demanda de viviendas es artificialmente alta a causa de los magnates europeos, asiáticos y norteamericanos que adquieren residencias para ser utilizadas unos días al año. Pero durante esos quince días ellos no generan demanda que no sea turística, no crean empleo, no fijan la población a la ciudad sino que crean una sensación de vacío, una multitud de ventanas cerradas que van matando lentamente a la ciudad.

Venecia va camino de convertirse en un parque temático. Un parque acuático temático. Un parque acuático sumergido, pero temático. Que alguien haga algo.

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